Español 6
Sr. Maldonado
Lee cuidadosamente la siguiente historia:
Memorias de un viaje
Una gran emoción sobrecogió a Esteban mientras el avión volaba sobre Ciudad México. Él y su familia fueron de vacaciones a México. Se sintió muy excitado al pensar en los misterios que escondía aquel mundo desconocido. El corazón se le alborozó ante la cercanía de la gran aventura que se iniciaba. Sintió que el corazón le saltaba de alegría. Había leído mucho y deseaba conocer las bellezas, las costumbres y las tradiciones de ese hermoso país.
El avión comenzó a descender de entre las algodonadas nubes. Esteban pudo apreciar la ciudad. Desde la altura se veía enorme. No se distinguían montañas, bosques o claros que rompieran la monotonía del panorama. Millares de edificios se apretaban unos contra otros. Un sinnúmero de calles y de avenidas marcaban toda la urbe.
Después de recoger el equipaje, se trasladaron a la Zona Roja. Este esplendoroso lugar se caracteriza por sus tiendas lujosas, las actividades nocturnas y sobre todo, la gran cantidad de turistas que la frecuentan. Desde la ventana del hotel, Esteban pudo disfrutar de un hermoso paisaje. Frente a él estaba la majestuosa estatua de El Ángel de la Independencia. Abajo, en la calle, bullía la gente. El tibio Sol le invitaba a dar un paseo. ¡Todo era fascinante! Las aceras estaban repletas de personas. Unos compraban mientras otros, vendían sus mercancías.
Los viajeros salieron a recorrer las calles y a descubrir los secretos de la ciudad. Rápidamente, los ojos de Esteban se deslizaron hacia un grupo de personas que estaba a lo largo de la avenida. Esteban se quedó extasiado mirando el cuadro de luces que configuraban. Sus ropas estaban llenas de colores brillantes. Algunas madres cargaban a sus hijos en unos sacos que llevaban en la espalda. Otras madres, los acostaban a un lado de la acera. Eran indígenas que vendían sus artesanías. Ellos vendían: manteles, estolas, tapices, tapetes, muñecas y muchas otras manualidades. Cada uno de esos trabajos mostraba las formas de vida y las creencias de sus antepasados. Esteban cerró los ojos y se transportó en el tiempo.
De pronto, volvió a la realidad al ver a una niñita indígena. Estaba muy callada e indefensa. Su rostro tierno se veía cansado. Su traje estaba raído. Daba la impresión de ser muy pobre. La pequeña se levantó pausadamente y miró hacia todos lados. Anduvo lentamente hasta una tienda de comestibles. Acercó su carita trigueña a la vitrina y se quedó contemplando embelesadas los ricos manjares.
Las cintas multicolores de sus trenzas de azabache se reflejaban en el cristal que la separaba de los dulces. Su naricita se aplastaba contra el frío vidrio y el mundo que contemplaba le despertaba ansias de soñar. Sabía que todo lo que veía era inalcanzable, pero era gratísimo imaginar lo contrario.
Dentro de la tienda había niños vestidos con ropas finas y pulcras. Esos niños pertenecían a un mundo distinto al de la indiecita. A uno de esos pequeñines le llamó la atención aquella indiecita quieta, sucia y cansada recostada contra la vitrina. Por un momento, dejó de mirarla y sus ojos buscaron un delicioso antojo. Sus padres gustosamente le compraron el manjar. La indiecita se mantuvo inmóvil con su naricita aplastada contra el cristal observando al pequeño. El niño salió de la tienda y se acercó a la indiecita. La miró dulcemente, y con una tierna sonrisa la invitó a compartir la sabrosa golosina. La niña se mostró asombrada, pero aceptó la invitación sonriendo tímidamente. Las miradas, las sonrisas y las almas pura de los dos niños despertaron en Esteban la esperanza de un mundo mejor.
Después de transcurrir varias horas, el joven regresó al hotel. Su excitación inicial había disminuido. Una agradable sensación de optimismo y esperanza bullía en lo profundo de su alma.
Tomado del cuaderno Pensamientos 6